Por Leonaldo Reyes
En la quietud de las salas, la pantalla emite su luz, y con ella, se tejen los hilos de una narrativa que, a menudo, distorsiona la realidad. La televisión, antaño considerada un portal al mundo, ha evolucionado hasta convertirse en un agente de daños y manipulaciones sutiles, pero profundas.
El Daño Silencioso
El primer perjuicio es la pasividad que genera. Anestesiados por el torrente de imágenes, los espectadores se vuelven receptores, no pensadores. Las horas frente al televisor erosionan la capacidad crítica, reemplazando la reflexión con el consumo rápido de información, que rara vez invita al debate o al análisis profundo.
La Manipulación de la Percepción
La televisión no solo informa; construye la realidad. A través de la selección de noticias, la dramatización de sucesos y el sesgo implícito en los reportajes, moldea la percepción pública. Las tragedias lejanas se convierten en entretenimiento, mientras que los problemas locales se invisibilizan. Los estereotipos se refuerzan y las narrativas simplistas triunfan, dejando poco espacio para la complejidad humana. La publicidad, por su parte, no solo vende productos, sino que también crea y vende un estilo de vida inalcanzable, fomentando la insatisfacción y el consumismo desmedido.
La Falsa Conexión
Nos ofrece una ilusión de conexión con el mundo, pero, en realidad, nos aísla. Vemos las vidas de otros sin participar en la nuestra. La empatía se convierte en una emoción vicaria, experimentada a través de las pantallas, en lugar de ser forjada en interacciones reales.
En un mundo saturado de pantallas, la televisión se mantiene como una fuerza dominante, una sombra que, aunque ilumina, también oscurece. Su poder reside en su capacidad para entretener, un poder que, si no se maneja con conciencia, puede erosionar nuestra capacidad de pensar, sentir y actuar de manera autónoma.
La crónica de la televisión es, en última instancia, la crónica de nuestra propia vulnerabilidad frente a las narrativas que elegimos consumir.
